El pasado 10 de marzo el ministro de Sanidad, Salvador Illa, dijo que la situación del coronavirus había cambiado al anochecer del domingo 8 de marzo. Quizá algún día sepamos qué ocurrió a la puesta del sol del 8-M. Puede que alguien nos cuente qué vio el ministro ese domingo, para que 48 horas después se anunciara la prohibición de eventos de más de mil personas y la cancelación de vuelos con Italia. De momento sólo pueden hacerse conjeturas.
El ministro tuvo conocimiento al anochecer del 8-M de que el total de casos de COVID-19 había alcanzado la cifra cabalística de 999. Además de ese dato, quizá los expertos le mostraron proyecciones basadas en modelos matemáticos, que indicaban que estábamos en la fase de crecimiento exponencial de la epidemia. E incluso es posible que le dijeran que ya le habían advertido días antes de que el ocho de marzo se podría romper la barrera psicológica de los mil casos. Fernando Simón, director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias, explicó hace unos días en El País que «el 9 de marzo comprobamos que la situación estaba fuera de control. El contexto en Italia nos avisaba de lo que se nos venía encima».
Al menos desde el 5 de marzo no era difícil establecer predicciones sobre la transmisión de la enfermedad. Con una hoja de cálculo y un simple ordenador personal, se podía prever cómo iba propagarse la enfermedad a corto plazo. La evolución del número de casos hasta el día cinco se ajusta bien a funciones matemáticas simples, algo previsible en la fase inicial de una epidemia. Basándose en esas funciones o en otras similares, era posible establecer predicciones bastante ajustadas a lo que ocurrió.
Sería inexplicable que quienes asesoraban al Gobierno no trabajaran con modelos matemáticos predictivos ni realizaran pronósticos contemplando diferentes escenarios. El presidente Pedro Sánchez hizo predicciones el 13 de marzo cuando anunció el estado de alarma: «Nos esperan semanas muy duras […] No cabe descartar que, en la próxima semana, alcancemos, desgraciadamente, los más de 10.000 afectados». Es decir, el presidente ya sabía entonces que venían semanas (en plural) con incidencia muy alta y también sabía que la semana del dieciséis al veintidós de marzo se alcanzarían los diez mil casos. Descartando que esos pronósticos se los hubiera facilitado un vidente, cabe suponer que estaban basados en modelos matemáticos. Las predicciones del presidente se cumplieron con prontitud: ya el lunes 16 de marzo, se superaron los 10.000 casos y aún quedaban cinco «semanas muy duras». En el peor momento se superaron los 50.000 nuevos casos semanales.
El 4 de junio, a propósito de la no prohibición de eventos del fin de semana del 8-M, el ministro Illa dijo que en aquellos días no había «evidencia científica» para prohibir las manifestaciones ni las otras aglomeraciones de personas celebradas ese fin de semana. Si en esos días de marzo no existían evidencias científicas para intuir la catástrofe que se nos venía encima, debía ser porque había evidencias científicas en sentido contrario, que presuntamente predecían que ya no se seguiría propagando significativamente la epidemia en España. Si el ministro hiciera públicas esas predicciones de los expertos en los días previos al 8-M, así como los modelos matemáticos en que se apoyaban, se cortaría por lo sano la polémica sobre los eventos públicos del siete y ocho de marzo. Esa sería una evidencia exculpatoria para el Gobierno, que callaría la boca a quienes sospechan que los criterios políticos primaron sobre la salud pública.
Es posible que los cálculos que yo personalmente he realizado, sin más ayuda que un ordenador portátil y unos conocimientos elementales sobre enfermedades infecciosas, sean una auténtica chapuza, propia de un aficionado con limitados conocimientos matemáticos. En ese caso, mi proyección de entre 993 y 1.230 casos, realizada con los datos del día 5, aunque se aproximó a los 999 casos registrados el 8-M, debió acertar por casualidad. Por eso es lógico que me resulte incomprensible que los asesores del Gobierno de España no hicieran estimaciones similares.
Pedro Duque, ministro de Ciencia, reconoció que «deberíamos haber prestado más atención a las advertencias que los científicos hicieron durante años sobre este tipo de virus». No aclaró si durante los días críticos de principios de marzo, el Gobierno prestó la atención debida a los científicos, porque si les hicieron caso, todo indicaría que los asesores científicos se equivocaron y no supieron determinar que estábamos en la peligrosa fase exponencial de la epidemia.
Es importante saber que ocurrió al anochecer del 8-M y saber también por qué se cometió el error dramático de no adoptar medidas antes. El dilema está en conocer si los políticos no hicieron caso a los asesores científicos o si los asesores científicos no supieron predecir lo que iba a pasar. Se ha pagado un precio muy caro, en vidas y sufrimiento, para que no podamos conocer la verdad y aprender de los errores cometidos.
Este artículo fue publicado originalmente en el diario LEVANTE EMV Edición La Safor el 10 de julio de 2020.