«Perdimos la oportunidad que tuvimos en la década de 1990. ¿Qué tipo de país deberíamos tener? ¿Un país fuerte, o uno digno donde la gente pueda vivir decentemente? Elegimos el primero: un país fuerte. Una vez más estamos viviendo en una era de poder. Los rusos hacen la guerra a los ucranianos. Sus hermanos. […] Una época llena de esperanza ha sido sustituida por una de miedo. El tiempo ha dado marcha atrás. El tiempo en que vivimos ahora es de segunda mano […] Tengo tres hogares: mi tierra bielorrusa, la patria de mi padre, donde he vivido toda mi vida; Ucrania, la patria de mi madre, donde nací; y la gran cultura rusa, sin la cual no me puedo imaginar a mí misma. Todos son muy queridos para mí. Pero en los tiempos que corren es difícil hablar de amor».
Este párrafo pertenece al discurso de aceptación del Nobel de Literatura de 2015 de la periodista y escritora bielorrusa Sveltana Alexievich. Lo pronunció en Estocolmo poco más de un año después de que Rusia se anexionara Crimea. Hoy, las palabras de Alexievich -la voz de los sin voz- siguen siendo actuales. La escritora ofreció en su discurso una panorámica sobre los miles de voces que a lo largo de los años había recopilado en sus libros. Las voces de Chérnobil, las voces de los muchachos soviéticos que volvieron en ataúdes de zinc desde Afganistán y las de sus familias, las voces de los niños que vivieron la guerra mundial y las de las mujeres que combatieron en ella, las voces del homo sovieticus condenado a la extinción cuando la URSS implosionó…
No es necesario ser un experto analista político para comprender que Vladimir Putin quiere construir un país fuerte y que lo quiere más grande, más poderoso, más imperial… y en esa ambición reside el origen de la crisis actual en Ucrania. En Occidente el dilema entre «sí a la guerra» o «no a la guerra» no tiene sentido, porque ese es un dilema exclusivamente ruso: de Putin y de sus adláteres. Enarbolar aquí y ahora el «no a la guerra», como hacen algunos políticos en nuestro país, es una frivolidad. Ese eslogan tendría sentido en las calles de Moscú, San Petersburgo o Novossibirsk, en el Kremlin o delante de las embajadas rusas.
El delirio de grandeza de Putin revela lo peor del «alma rusa» y de la historia rusa, tan admirable en otros muchos aspectos. Dice que no quiere la guerra, pero amenaza con sus ejércitos a su vecino y envía suministros de sangre a la frontera con Ucrania. La guerra, el sufrimiento y el dolor no tienen gran importancia para él. Quizá porque Putin sabe que, como decía Alexievich respecto al pueblo ruso, «El sufrimiento es nuestro capital, nuestro recurso natural. No el crudo o el gas, sino el sufrimiento. Es lo único que somos capaces de producir constantemente».
Occidente puede permitir y aprobar que Rusia invada cuando y como quiera la soberanía de sus vecinos -como ya ocurrió en Crimea- o puede intentar impedirlo mediante la disuasión. Creo que ceder ante Putin sería vergonzoso, sería como una traición a los principios y valores de los que tanto nos gusta presumir, sería renunciar a defender los derechos más básicos de un país que ya ha sufrido demasiado a lo largo de su historia: la hambruna de Stalin (Holodomor), la invasión del III Reich que consideraba a los ucranianos como subhumanos (untermenschen) o los recurrentes intentos de rusificación. Ceder ante Putin sería dejar que el lobo se comiera a los corderos…
En el peor de los escenarios, si se materializara la invasión, el resultado será más sufrimiento para todos, especialmente para los ucranianos, pero también para los rusos. Alexievich recordaba un lamento femenino frecuente de guerras anteriores: «Después de la batalla, caminas por el campo. Yacen sobre sus espaldas. Todos jóvenes, tan guapos. Están allí, mirando al cielo. Sientes lástima por todos ellos, de ambos lados», y explica que fue esa actitud: «todos ellos, de ambos lados», la que inspiró sus libros: «la guerra no es más que matar».
Unas pocas líneas extraídas de Los muchachos de zinc poseen una dosis mayor de realidad que toda la jerga geopolítica que intenta justificar la guerra. Cuenta Alexievich que una joven mujer afgana se acercó a ella con un niño en los brazos: «Quería decirme algo -en los últimos diez años casi todo el mundo aquí había aprendido a hablar un poco de ruso- y le entregué al niño un juguete, que tomó con los dientes. ‘¿Por qué los dientes?’, pregunté sorprendida. Ella retiró la manta de su pequeño cuerpo; el niño había perdido ambos brazos. ‘Fue cuando los rusos bombardearon’. Alguien me levantó cuando empecé a caer».
Gandia, 2 de febrero de 2022.
Este artículo se publicó en el diario Levante-EMV edición de La Safor, el 4 de febrero de 2022.