Un terremoto, seguido de un tsunami y de varios incendios, arrasó en 1755 la capital portuguesa. Las víctimas mortales se aproximaron a 90.000, lo que supuso que Lisboa perdiera cerca de la tercera parte de su población. El terremoto destruyó edificios históricos como el Palacio Real, iglesias, hospitales y obras de arte. Las ruinas del Convento do Carmo en el Chiado se preservaron como memoria del seísmo.
El Marqués de Pombal, a la sazón primer ministro, describió lacónicamente sus planes para enfrentar la tragedia: «Cuidar de los vivos, enterrar a los muertos». Pombal abordó con prontitud la reconstrucción de la ciudad y siguiendo modelos racionalistas, abrió grandes avenidas y calles rectas en lo que hoy se conoce como Baixa Pombalina. Más de dos siglos después, a final de agosto de 1988, la tragedia volvió a golpear el corazón de Lisboa. Un terrible incendio destruyó el barrio del Chiado, pero de nuevo, como en la canción de Mercedes Sosa, la ciudad del Tajo volvió a resurgir: «Tantas veces me mataron. Tantas veces me morí. Sin embargo, estoy aquí resucitando. Tantas veces me borraron. Tantas desaparecí».
Los conceptos de resurgimiento y retorno son constantes en la cultura y la historia portuguesa. La leyenda conocida como «sebastianismo», profetizaba que el joven rey Dom Sebastião, muerto en Alcazarquivir a los 24 años en la batalla de los Tres Reyes, retornaría algún día. Su cuerpo no se halló tras la batalla, lo que dio pie al mito del regreso del rey desdichado que volvería para que su país renaciera.
Las huellas de la leyenda siguen presentes en Portugal, un pueblo de navegantes y náufragos, descubridores y emigrantes, fadistas y poetas. En alguna ocasión comí en Martinho da Arcada, un pequeño establecimiento tradicional en la Praça do Comércio. El enigmático y genial Fernando Pessoa era un cliente habitual. Allí bebía aguardiente en exceso y comía huevos revueltos con queso. En uno de sus escritos, Pessoa intentó, en clave sebastianista, encontrar sentido a la antigua grandeza perdida, buscando las raíces de la decadencia de inicios del siglo XX, pero sin perder la esperanza de un resurgimiento cultural de su país.
También en el fado Barco Negro de Amalia Rodrigues se encuentran rasgos de sebastianismo. Es la historia de un hombre que naufraga en el mar, pero su amada se niega a reconocer que ha muerto: «Eu sei, meu amor que nem chegaste a partir, pois tudo em meu redor me diz qu’estás sempre comigo» -yo sé, amor mío, que ni siquiera llegaste a partir, porque todo a mi alrededor me dice que estás siempre conmigo-. Tuve ocasión de asistir en el Teatro Real de Madrid a un concierto de Mariza, donde interpretó este mítico fado. Quizá el sebastianismo consiste es eso, en no perder nunca la esperanza ante la fatalidad. «La esperanza. Esa maldita cosa que nunca te deja en paz», como escribió Kazuo Ishiguro.
Ni Lisboa ni Portugal se entienden sin la saudade y el fado. Según Pablo Javier Pérez la saudade «ha sido, es y será, el corazón y la tripa del alma portuguesa […] Es una cicatriz, quizá la cicatriz de una batalla, una batalla que no se sabe muy bien si ganada o perdida está presente en la piel y en la mirada de un pueblo». La saudade es nostalgia, extrañamiento, añoranza… y el fado es la música, la poesía y la emoción de ese sentimiento.
Lisboa, ciudad mágica en la que una sorpresa y una historia esperan detrás de cada esquina. Más allá de la Lisboa de postal, con su majestuoso estuario, sus siete colinas e invadida de turistas, hay una ciudad desconocida, recoleta y amable, con sus gentes, sus costumbres, su carácter y la amalgama de culturas de las antiguas colonias: Brasil, Mozambique, Angola, Goa…
Ciertos aires de altivez y prepotencia de algunos españoles, que miran a Portugal por encima del hombro, están quizá en el origen del refrán portugués: «de Espanha nem bom vento, nem bom casamento». Sin embargo, basta dirigirse a un lisboeta con algunas frases en portugués para que, aunque la pronunciación sea deficiente, se derrumben barreras atávicas.
Cuando leí la frase de Pessoa: «Primeiro estranha-se, depois entranha-se», que viene a significar: primero resulta extraña y después se echa de menos, creí que hablaba de Lisboa, de la saudade que la ciudad genera en el visitante atento. Sin embargo, es un eslogan que Pessoa ideó para la Coca-Cola en la década de 1920; tuvo poco éxito porque Oliveira Salazar, el dictador, consideró que era una bebida adictiva y la prohibió.
De alguna forma le debía a Lisboa este artículo. No sé si por la saudade o porque en Lisboa me encuentro como en casa. Y no creo que ese sentimiento se deba a que Lisboa y Gandia están ambas situadas en la misma latitud geodésica, a nivel del mar y sometidas a las mismas fuerzas gravitatorias y magnéticas…
Gandia, 19 de julio de 2022.
Este artículo se publicó originalmente en la edición de La Safor del diario LEVANTE-EMV el 22 de julio de 2022.