Una extraña niebla cubría Inglaterra en los lejanos tiempos del mítico rey Arturo; una niebla que tenía la virtud de provocar el olvido. Kazuo Ishiguro narró esa ficción en la novela El gigante enterrado. La amnesia afectaba a todos los pobladores del país, cancelando las culpas, odios y venganzas afloradas tras una guerra cruel entre britanos y sajones, de la que Arturo fue protagonista. Un dragón, hechizado por el mago Merlín, tenía la misión de exhalar la brumosa emanación generadora de desmemoria.
Alguien me sugirió que escribiera sobre Palestina y recordé la novela de Ishiguro y la utopía artúrica de que enemigos acérrimos vivieran en paz olvidando horrores del pasado. Aunque el olvido pueda efímeramente contribuir a la paz (amnesia como sucedáneo de reconciliación), no es el camino idóneo. En la ficción el odio renació con el sacrificio del dragón y, en la realidad, los sajones exterminaron o expulsaron a los britanos forzando su emigración a Bretaña y Galicia.
Desde 1948 la paz se muestra huidiza en Palestina. Hoy, en palabras del ex ministro de Asuntos Exteriores de Israel, Sholomo Ben Amí, «estamos hablando del divorcio más difícil, más penoso y más tortuoso de la historia de los conflictos».
En el siglo II el emperador Adriano quiso borrar el nombre de Israel y condenó su memoria (la damnatio memoriae). La rebautizada Palestina comprendía desde el Jordán al Mediterráneo y desde Haifa hasta el desierto de Néguev. Esos territorios los reclaman los nacionalistas palestinos con el controvertido lema «Desde el río hasta el mar» que, según la organización terrorista Hamás, implica la destrucción de Israel: «Israel existirá y continuará existiendo hasta que el islam lo destruya, tal como antes ha borrado a otros». El sionismo supremacista del Likud, el partido de Netanyahu, también reivindica una geografía excluyente: «entre el Mar y el Jordán sólo habrá soberanía israelí». Una situación trágica, cruel y difícil que recuerda el duelo a garrotazos de Goya: quien gane se lo lleva todo: desde el río al mar…
No siempre fue así. Seis semanas fue el tiempo adicional que se habría necesitado en 2001 para alcanzar un acuerdo «estable y permanente» entre Israel y la Autoridad Nacional Palestina. Ocurrió en las conversaciones de la localidad egipcia de Taba. Ben Amí encabezó la delegación israelí y Saeb Erekat fue el principal negociador palestino; ambos eran diplomáticos experimentados y hombres de paz. El enviado de la Unión Europea fue Miguel Ángel Moratinos, futuro ministro de Asuntos Exteriores de España. La declaración conjunta de la cumbre afirmó que las partes «nunca han estado más cerca de alcanzar un acuerdo y comparten la creencia de que las lagunas restantes pueden ser salvadas con la reanudación de las negociaciones». Las anotaciones de Moratinos evidencian como se había avanzado hasta un nivel hoy impensable, pero la proximidad de las elecciones israelíes forzó el aplazamiento de unas negociaciones que ya no se reanudarían.
Ahora nadie es capaz de aventurar una solución, porque no se enfrentan dos pueblos que sólo desean vivir en paz, sino dos facciones e ideologías radicales y brutales: islamismo político y sionismo intransigente en dos países con fuertes divisiones y enfrentamientos internos. Si reprobable y horroroso es el terror de Hamás, la desmedida e indiscriminada respuesta de Netanyahu es igualmente execrable. Incluso la legítima defensa argumentada por el gobierno israelí excede abismalmente la proporcionalidad bíblica del «ojo por ojo, diente por diente».
En nuestro país, desde la distancia que separa el oeste del este del Mediterráneo, se frivoliza con el conflicto como si de un partido de futbol se tratara: «Y tú ¿con quién vas?» Como si existiera la obligación de posicionarse a favor de uno u otro, cuando lo juicioso es rechazar tanto a Hamás como al actual gobierno israelí y reconocer los anhelos legítimos y las razones de ambos pueblos. El conflicto no encontrará solución en un dragón generador de olvido. La solución sólo puede venir de negociaciones generosas por ambas partes, aunque es evidente que ni el maximalismo de Netanyahu ni el de Hamás son las mejores bazas para una paz permanente y estable.
Como parte de la celtibérica frivolidad, el reconocimiento del Estado Palestino -razonable, aunque extemporáneo e inútil-, las soflamas de Yolanda Díaz o la visita de Abascal a Netanyahu, no aportan nada a la paz. Son mercancía política de consumo interno, irrelevantes fuegos artificiales en el patio trasero.
Gandia, 4 de junio de 2024.
Este artículo se publicó originalmente el 6 de junio de 2024 en la edición de La Safor del diario Levante-EMV. Fotografía: ataque israelí a la torre Palestina en Gaza. Fotografía: Mohammed Saber (EFE).