En una de las cartas de relación que Hernán Cortés envió a Carlos I sobre la conquista del imperio azteca, comentaba que había recordado la máxima evangélica que asegura que «todo reino dividido contra sí mismo será devastado». Le relataba al emperador que «con los unos y con los otros maneaba y a cada uno en secreto le agradecía el aviso que me daba, y le daba crédito de más amistad que al otro». Cortés manejaba con habilidad -auxiliado por su intérprete y amante Malinche– a los diferentes pueblos indígenas que habitaban México, hostiles entre sí y a su vez con los mexicas. Las divisiones y enfrentamientos entre los diferentes pueblos fueron la clave para que el reducido contingente español conquistara un imperio.
La unidad es un valor indiscutible en cualquier comunidad humana: en los países, en las empresas, en los partidos políticos o en los equipos de fútbol… Si no existe unidad es muy difícil evitar ser borrado del mapa como le ocurrió al imperio de los mexicas. Sin embargo, como ya observó el filósofo Isaiah Berlin, los valores pueden entrar en contradicción unos con otros. Así ocurre, por ejemplo, con la libertad y la igualdad, objeto de innumerables debates políticos, y con la unidad y el pluralismo, que también pueden entrar en conflicto.
El lema latino «E pluribus unum» (De muchos, uno) intenta resolver de forma abstracta el problema: es posible y deseable la unidad entre los que son diferentes. Este lema figura en las monedas de EE.UU. y también en el escudo del equipo lisboeta del Benfica y, aunque fácil de formular, el compromiso entre unidad y pluralidad es difícil de conseguir. Magnificar la unidad ahoga el pluralismo y conduce al despotismo, mientras que exacerbar el pluralismo conduce a la descomposición y la anarquía.
En el terreno de la actualidad política se puede plantear así la cuestión: ¿cuánta unidad es necesaria en un gobierno como el que preside Pedro Sánchez, para evitar que el país caiga en la inanidad? Poca confianza ofrece un gobierno que mantiene al mismo tiempo posturas enfrentadas: atlantismo y oposición a la OTAN, defensa de la economía de mercado y anti capitalismo, complacencia con Marruecos y defensa de los saharauis. Desde la transición nunca antes había tenido España un gobierno tan dividido contra sí mismo. Puede que el gobierno de Sánchez sea muy plural, pero su falta de unidad es llamativa y conduce a la ineficacia y el descrédito. Para complicarlo más, la coalición Unidas Podemos también es un reino dividido, que engloba un variopinto tropel de partidos con posicionamientos diversos, desde el populismo de izquierda al trasnochado marxismo-leninismo.
Es posible que la reciente acusación que lanzó Sánchez a Alberto Núñez Feijóo, diciéndole que lo único que hacía el Partido Popular era «estorbar, estorbar y estorbar», no fuera sino la manifestación de un hartazgo reprimido. Los que en realidad estorban a Sánchez son sus socios de gobierno y los eventuales apoyos que extrae de los rincones del parlamento. Es el tributo que debe pagar para mantener el sillón, aunque perjudique el país.
Desgraciadamente vivimos en un entorno que se ha descrito como VUCA, por las siglas en inglés de volatilidad, incertidumbre, complejidad y ambigüedad. La guerra en Ucrania, tensiones internacionales, inflación descontrolada, el precio de la energía, la complicada relación con Argelia y Marruecos, y un progresivo endeudamiento, dibujan un panorama de tonalidades sombrías. Más allá de las ideologías, un gobierno desunido y débil es incapaz de atenuar la incertidumbre y generar confianza.
El pluralismo es absolutamente necesario para cualquier sociedad. No existe, como explicaba Berlin, una solución única que resuelva todos los problemas ni colme las aspiraciones de todos los ciudadanos, pero al mismo tiempo, las sociedades no progresan sin cierto nivel básico de unidad para enfrentar los problemas comunes y ese nivel básico es indispensable en el gobierno de una nación, especialmente en situaciones complejas. No es un drama que «un gobierno dividido contra sí mismo sea devastado» en unas elecciones, ya que es lo usual en democracia. El verdadero drama sería que las divisiones internas del gobierno afectaran a la solvencia y credibilidad del país y lo condujeran a un escenario crítico… aún más crítico que el actual.
Salvador Illa, ministro de Sanidad en las primeras fases de la pandemia, ha necesitado más de dos años para reconocer -con la boca pequeña- que «hubo cosas que se podían haber hecho de otra manera» y que el paso del tiempo le ha «hecho ver que no eran del todo correctas». No sabemos cuánto tiempo transcurrirá aún para que alguien del gobierno actual reconozca que su propia división interna, unida a ciertas incapacidades innatas, han agravado una situación ya de por sí muy complicada.
Gandia, 20 de junio de 2022.
Este artículo se publicó originalmente en el diario LEVANTE-EMV en su edición de La Safor, el 24 de junio de 2022.