Al comenzar a escribir sobre el Instituto Técnico Ausiàs March, se proyectan en mi mente imágenes fugaces -como gifs animados- que son anteriores a mi ingreso en ese centro de enseñanza. Estoy sentado en el banco del laboratorio. No tengo más de cinco años y permanezco inmóvil posando mientras la magia de don José Rausell moldea un busto de arcilla, que mi familia bautizó como el Niño de Chocolate.
En mi infancia veía el Instituto como un enorme y fascinante edificio donde mi padre enseñaba y donde ejercían algunos de aquellos sabios profesores que ocasionalmente pasaban por casa; entre ellos estaban don José Merí, don Juan Moragues, don José Camarena o el ya citado don José Rausell. Despojarles del «don» sería privarles de una parte de su esencia.
Los recuerdos surgen desordenadamente. Veo a don José Merí, con su piel pálida, sus gafas de gruesos cristales y toda la física y química comprimida en su cerebro. Con su voz profunda de barítono lanza al entrar en clase una pregunta igualmente profunda: ¿Quién ha comido mandarinas? Su fino olfato compensa su poca vista. Se toma su tiempo investigando hasta resolver el enigma.
Más allá de la anécdota, la contribución del Instituto al desarrollo local fue notable. En el contexto del progreso que se inició a principios de los años 60 del pasado siglo, la formación y capacitación que proporcionó a sus alumnos fue un factor clave en el desarrollo de La Safor. Innumerables iniciativas empresariales fueron iniciadas o participadas por alumnos egresados del Instituto. Desde talleres y oficinas técnicas hasta industrias y empresas que contribuyeron a la configuración actual de la comarca.
Don José Torres -alumno y profesor del Instituto- me habló de un exalumno que construía cajas reductoras para los camiones British Leyland,que debían adaptarse a la orografía local y a las sobrecargas. También a mí me fueron de utilidad los conocimientos sobre la fresadora y los engranajes, adquiridos durante aquellas tardes interminables en el taller del Instituto. Años más tarde sorprendí a mis compañeros de doctorado diseñando una caja de engranajes para una instalación experimental del laboratorio.
Dicen que los recursos humanos son el recurso más importante de las empresas y el Instituto fue una fuente continua de profesionales bien preparados. Hace 50 años que se graduó la última promoción y, por tanto, los que cursamos el Bachillerato Técnico -antes Laboral- ya cumplimos los 65. Quienes nos dejaron demasiado pronto son la triste excepción y algunos de ellos ni siquiera llegaron a cumplirlos.
Jep Gambardella decía en La grande belleza -un film de Paolo Sorrentino- que lo más importante de lo que percibió al cumplir 65 años era que no podía perder más tiempo haciendo cosas que no quería hacer. Quizá tenemos el derecho a aplicar la teoría de Gambardella pero, aunque pueda existir alguna excepción, los que estudiamos en el Instituto aprendimos bien la cultura del esfuerzo.
Prueba de ello es el amigo Emili Selfa, que nos ha embarcado a un grupo de baby boomers –sesentones y setentones- en esta singladura en busca del tiempo pasado… aunque no perdido. Emili nos ha enrolado como escribanos para estos artículos que conmemoran que el Instituto Técnico dejó de existir como tal ya hace medio siglo, perdiendo el adjetivo «técnico» que le hacía peculiar: una rara avis en palabras de Àlex Mulet.
El Instituto nos dejó una valiosa huella que nos acompañó toda la vida, en lo profesional y en lo personal, y que se proyectó sobre La Safor. Los profesores eran en general excelentes, que es lo mejor que le puede ocurrir a un estudiante. Los alumnos, tanto los compañeros de promoción como los de otras promociones, podríamos decir que eran como el título de un relato de Patrick Modiano: «Tan buenos chicos» (De si braves garçons). Carles Fornes, compañero y amigo fallecido hace ahora un año, era quien aglutinaba a nuestra promoción, convocándonos a almuerzos o comidas, y recopilando material gráfico de nuestro paso por el Instituto. Gracias a él los «buenos chicos» de la promoción 1970-71 nos hemos seguido reuniendo periódicamente.
Aunque éramos «técnicos», también aprendimos algo de filosofía o de estoicismo victoriano. Recuerdo algunos versos inspiradores del poema If de Rudyar Kipling, que se encontraba enmarcado y colgado en una pared del vestíbulo del centro: «Si puedes encontrarte con el triunfo y el fracaso, y tratar a esos dos impostores de la misma manera…».
Tengo en mi casa al Niño de Chocolate. Es una evocación recurrente de aquella época ya lejana de los tiempos del Instituto y de quienes solíamos habitarlo. A veces saludo a ese niño a quien el arte de don José parece que le insufló vida, porque dicen que con los años tendemos a mirar más hacia el pasado que hacia el futuro, buscando averiguar quiénes somos. Le digo: «hola ¿cómo va?» y el niño me mira con su sonrisa imperturbable…
Gandia, 21 de abril de 2023.
Publicado en la edición de La Safor del LEVANTE-EMV el 14 de septiembre de 2023. Fotografía del laboratorio del Instituto Técnico Ausiàs March.